Aquel
primer día que me dijo: "tenemos que hablar", después de unos mágicos
7 meses, creo que experimenté las sensaciones más espantosas posibles, en un
minuto.
¡Qué
digo un minuto? Seguramente fue medio, o puede que, incluso, menos.
Cuando
acabó el "hablar", mi mente se llenó de signos de interrogación
confusos.
Acabábamos
de terminar una subida por senderos de montaña de tres horas.
Por
fin, el momento de llegar a la cima, disfrutar de aquellas vistas, de aquel
sol, de apreciar la isla de Ibiza desde nuestro punto, de la brisa que nos
dibujaba la cara, de aquella sensación de "lo logramos"... aquella
frase no tenía sentido alguno, no tenía razón de existir.
Quedaba
la bajada y parecía que todo iba a recobrar un significado distinto al normal,
y que aquellas sendas podían pasar de ser un relajado descenso triunfal, a un
duro camino de sopor y tropiezo continuo, de algo que desconocía, de caída no
libre en picado, del premio al segundo finalista de la conquista de aquella
cima...
Bajada emocional en todo su esplendor.
Me
sentí como, cuando en la infancia, te dejan sin el huevo kinder sorpresa de la
merienda, porque te has portado mal no recogiendo tu mochila, a pesar de haber
llegado a casa con un 10 en el examen de mates.
Algo me sacudía el alma, y no
entendía nada, de nada.
Mis
ojos se abrieron como platos llanos y "pero... qué... ¿qué pasa?", fue
lo único que habría sido capaz de articular.
Me
vinieron a la mente todas las imágenes juntos... Todas.
Atropelló
mis ideas todo lo ocurrido, desde el momento en el que le vi por primera vez,
aquella tarde que pasó por detrás de mí en la plaza; hasta el momento en el que
le cogí del brazo y lo alcé al cielo junto al mío, en señal de victoria, al
coronar aquella cima, 107 segundos antes...
Se
me rajó el alma, con esas tres palabras, que supongo que nadie quiere oír.
Daba
igual qué viniera después de aquel 'hablar', ese colapso interno, me sacó de
aquel maravilloso instante que preveía disfrutar desde que salí por la puerta
de mi portal.
Daba
igual que luego planteara que quería dejar su habitación en el piso compartido
y pensaba mudarse conmigo, que había decidido ser vegetariano o que creía que teníamos
que ahorrar para el viaje de verano y no podíamos seguir con tantos caprichitos
semanales... Todo daba igual.
Es
increíble como esas tres palabras enlazadas pudieron tener ese efecto en mí.
No
recuerdo un instante igual en mi vida, era mi primera pareja tan estable y no
hay otro "tenemos que hablar" que me hiciera temblar de miedo...
¿Entonces?
¿Qué ocurre?
¿Tiene esa frase una función evolutiva en las vidas humanas para encender
nuestras alarmas?
¿Por qué todos tememos que llegue esa frase a nuestras vidas?
Estoy convencida de que, en algún momento de la evolución humana, hubo un suceso determinante que ocurrió tras un "tenemos que hablar", que fijó en nuestros genes, un condicionamiento de miedo, aversivo, capaz de crearnos una cascada emocionalmente negativa a la espera de un adiós inesperado y no deseado.
Si no, no me explico qué me ocurrió...
Estoy convencida de que, en algún momento de la evolución humana, hubo un suceso determinante que ocurrió tras un "tenemos que hablar", que fijó en nuestros genes, un condicionamiento de miedo, aversivo, capaz de crearnos una cascada emocionalmente negativa a la espera de un adiós inesperado y no deseado.
Si no, no me explico qué me ocurrió...
Por suerte, bajé feliz los senderos de aquella montaña que me hizo tiritar de cero a cien en un sólo segundo.
Y sí, teníamos que hablar... porque no siempre tiene que ser malo.
Y sí, teníamos que hablar... porque no siempre tiene que ser malo.
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